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Sebastián Lelio se proyecta como otro de esos directores chilenos que salen al mundo y la rompen donde sea. De la escuela de Pablo Larraín, y tras el éxito de Gloria (2012), nos trae Una Mujer Fantástica, tocando un tema de relevancia mundial en una sociedad llena de prejuicios e ignorancia, demostrando una vez más que el cine chileno dejó de ser solo comedias de relleno.
Sinopsis: Marina (Daniela Vega) una joven camarera aspirante a cantante y Orlando (Francisco Reyes), veinte años mayor, planean un futuro juntos. Tras una noche de fiesta, Marina lo lleva a urgencias, pero él muere al llegar al hospital. Ella debe entonces enfrentar las sospechas por su muerte. Su condición de mujer transexual supone para la familia de Orlando una completa aberración. Ella tendrá que luchar para convertirse en lo que es: una mujer fuerte, pasional… fantástica.
¿Cómo se puede afrontar una historia tan cruda y contingente como la de Marina, la protagonista de Una Mujer Fantástica? Siempre está el riesgo de caer en el absurdo, usando recursos demasiado trillados o discriminatorios, sin intención. La respuesta la tiene Lelio: de manera simple y natural. Sin exagerar las situaciones, sin crear momentos poco creíbles ni personajes demasiado trabajados. Marina tiene el mundo en contra; lo vemos y lo creemos.
La lucha de fuerzas no pasa solamente por la familia de Orlando, sino que el mismo ambiente es el peor enemigo de Marina. La sociedad retrógrada es lo que mas oprime a Marina, la humilla y golpea reiteradamente donde más le duele: su identidad.
Francisco Reyes, Amparo Noguera y, especialmente, Luis Gnecco, siguen demostrando su tremenda calidad como actores (muy distinta a lo que muestran en televisión), con entregas cargadas de emoción, pero la película se la roba su protagonista, Daniela Vega.
En su segundo papel, y el primero realmente mediático, Vega demuestra que la actuación no es simple; no se trata siempre de talento, fluidez en las líneas o evitar mirar la cámara. Va mucho más allá y se lleva en el alma. La caracterización de Daniela Vega tiene algo que no se encuentra siempre: realismo. No es su historia personal, pero puede entenderla. Cuando Marina sufre, Daniela sufre y nosotros sufrimos; nos trasmite esa pena, esa angustia con la mirada, con su postura corporal. Su «sobreactuación» es la misma que una mujer transgénero sufre en el mundo real, corrigiéndose en su cabeza para sonar «como mujer». La dignidad de Daniela es la dignidad de Marina, y al revés.
Una gran particularidad de Una Mujer Fantástica es su contradicción de identidad. Siendo una película con lugares muy reconocibles en la ciudad de Santiago, que tiene a su vez un aire de «internacionalidad» que la hace sentir fuera de lugar, no estando ni acá ni allá, sino en un mundo ficticio muy similar a este, lo que es un recurso muy utilizado en el cine internacional pero poco explotado en Chile.
La fotografía de Una Mujer Fantástica sigue esa línea del cine chileno del último tiempo, en donde en varios momentos cuesta diferenciar si se trata de una película europea del mal llamado «cinearte», sin entregar muchas novedades en ese aspecto más que muchas tomas bellas pero sin gran significado y transiciones poco claras, quizás por intención artística.
Como crítica social se queda corta, siendo cautivadora, pero en exceso sencilla para generar un debate. Una Mujer Fantástica toma un asunto contingente, que es la identidad de género, y lo trata de forma sutil, casi sin tocarlo. No es la historia de como Daniel pasa a ser Marina, no es Marina buscando reconocimiento como mujer tampoco, eso está en el subtexto. Y quizás así es mejor, porque Una Mujer Fantástica no es solo una historia de injusticias y sufrimiento, en donde de forma reiterativa nos buscan poner en el papel de Marina, a veces de forma errática.
Al final, Una Mujer Fantástica es una provocadora historia de amor y pérdida, no una obra política o social. Así es mucho más hermoso y natural, como el amor mismo.
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